Anacleto
Morones
(El Llano en llamas, 1953)
Juan Rulfo.
¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en procesión. Vestidas de
negro, sudando como mulas bajo el mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si
fuera una recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de polvo. Negras todas
ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre rezos, entre el calor, con
sus negros escapularios grandotes y renegridos, sobre los que caía en goterones
el sudor de su cara.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién
buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo del corral, corriendo
ya con los pantalones en la mano.
 Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: “¡Ave María
Purísima!”
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado
allí con los pantalones caídos, para que ellas me vieran así y no se me
arrimaran. Pero sólo dijeron: “¡Ave María Purísima!” Y se fueron acercando más.
 ¡Viejas indinas! ¡Les debería dar
vergüenza! Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mí, todas
juntas, apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la
cara como si les hubiera lloviznado.
 —Te venimos a ver a ti, Lucas
Lucatero. Desde Amula venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que
estabas en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan adentro; no en este
lugar ni en estos menesteres. Creímos que habías entrado a darle de comer a las
gallinas, por eso nos metimos. Venimos a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!
—¡Dígame qué quieren! —les dije, mientras me fajaba los pantalones y
ellas se tapaban los ojos para no ver.
—Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo Santiago y en Santa Inés,
pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías mudado a este rancho.
Y acá venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado
sus nombres, pero me hice el desentendido.
—Pues si Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran.
Les pregunte que Si tenían hambre o que si querían aunque fuera un jarro de
agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con escapularios.
—No, gracias —dijeron—. No venimos a darte molestias. Te traemos un
encargo. ¿Tú me conoces, verdad, Lucas Lucatero? —me preguntó una de ellas.
—Algo—le dije — Me parece haberte visto en alguna parte. ¿No eres, por
casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos?
—Sí soy, pero no me robó nadie. Esas fueron puras maledicencias. Nos
perdimos los dos buscando garambullos. Soy congregante y yo no hubiera
permitido de ningún modo...
—¿Qué, Pancha?
—¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te quita lo de andar criticando
gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo
que venimos.
—¿No quieren ni siquiera un jarro de agua? —les volví a preguntar.
—No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te vamos a desairar.
 Les traje una jarra de agua de
arrayán y se la bebieron. Luego les traje otra y se la volvieron a beber.
Entonces les arrimé un cántaro con agua del río. Lo dejaron allí, pendiente,
para dentro de un rato, porque, según ellas, les iba a entrar mucha sed cuando
comenzara a hacerles la digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos puercos de
tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de Crescenciano, de Toribio el de
la taberna y de Anastasio el peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los
cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de dónde
escoger.
—¿Y qué buscan por aquí?
—Venimos a verte.
—Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.
—Te has venido muy lejos. A este lugar escondido. Sin domicilio ni quien
dé razón de ti. Nos ha costado trabajo dar contigo después de mucho inquirir.
—No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la gente. ¿Y qué
misión traen, si se puede saber? —les pregunté.
—Pues se trata de esto... Pero no te vayas a molestar en darnos de
comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí nos dieron a todas. Así que
ponte en juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras para verte y para que nos
oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral. Oía el
cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a recoger los huevos antes que
se los comieran los conejos.
—Voy por los huevos —les dije.
—De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras. 
—Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los huevos. Orita regreso.
Y me fui al corral. Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que
daba al cerro y dejar plantada a aquella sarta de viejas canijas. Le eché una
miradita al montón de piedras que tenía arrinconado en una esquina y le vi la
figura de una sepultura. Entonces me puse a desparramarlas, tirándolas por
todas partes, haciendo un reguero aquí y otro allá. Eran piedras de río,
boludas, y las podía aventar lejos. ¡Viejas de los mil judas ! Me habían
puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé. Les regalé los huevos.
—¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de pedradas. Guardaremos los
huevos para dentro de un rato. No debías haberte molestado.
—Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos afuera.
—¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita lo hablantín. Ni que
estuviéramos tan calientes.
—De eso no sé nada. Pero de por sí está haciendo calor acá afuera.
Lo que yo quería era darles largas. Encaminarlas por otro rumbo,
mientras buscaba la manera de echarlas fuera de mi casa y que no les quedaran
ganas de volver. Pero no se me ocurría nada. Sabía que me andaban buscando
desde enero, poquito después de la desaparición de Anacleto Morones. No faltó
alguien que me avisara que las viejas de la Congregación de Amula andaban tras
de mí. Eran las únicas que podían tener algún interés en Anacleto Morones. Y
ahora allí las tenía.
Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas de algún modo hasta
que se les hiciera de noche y tuvieran que largarse. No se hubieran arriesgado
a pasarla en mi casa. Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando la
hija de Ponciano dijo que querían acabar pronto su asunto para volver temprano
a Amula. Fue cuando yo les hice ver que por eso no se preocuparan, que aunque
fuera en el suelo había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas dijeron
que eso sí no, porque qué iría a decir la gente cuando se enteraran de que
habían pasado la noche solitas en mi casa y conmigo allí dentro. Eso sí que no.
La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática, hasta que se les
hiciera de noche, quitándoles la idea que les bullía en la cabeza. Le pregunté
a una de ellas:
—¿Y tu marido qué dice?
—Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdas que fui tu novia? Te esperé
y te esperé y me quedé esperando. Luego supe que te habías casado. Ya a esas
alturas nadie me quería.
—¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me atravesaron otros pendientes que
me tuvieron muy ocupado; pero todavía es tiempo.
—Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con la hija del Santo
Niño. ¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya hasta me olvidé de ti.
—Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?
—Nieves... Me sigo llamando Nieves. Nieves García. Y no me hagas llorar,
Lucas Lucatero. Nada más de acordarme de tus melosas promesas me da coraje.
—Nieves... Nieves. Cómo no me voy a acordar de ti. Si eres de lo que no
se olvida... Eras suavecita. Me acuerdo. Te siento todavía aquí en mis brazos.
Suavecita. Blanda. El olor del vestido con que salías a verme olía a alcanfor.
Y te arrejuntabas mucho conmigo. Te repegabas tanto que casi te sentía metida
en mis huesos. Me acuerdo.
—No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me confesé y tú me estás
despertando malos pensamientos y me estás echando el pecado encima.
—Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú decías que allí no,
porque sentías cosquillas. ¿Todavía tienes hoyuelos en la corva de las piernas?
—Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdonará lo que hiciste
conmigo. Lo pagarás caro.
 —¿Hice algo malo contigo? ¿Te
traté acaso mal?
—Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante de la gente.
Pero para que te lo sepas lo tuve que tirar. Era una cosa así como un pedazo de
cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no era más que un vaquetón?
—¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra poquita de agua de
arrayán? No me tardaré nada en hacerla. Espérenme nomás.
Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes. Y allí me entretuve lo
más que pude, mientras se le bajaba el mal humor a la mujer aquella. Cuando
regresé ya se había ido.
—¿Se fue?
—Sí, se fue. La hiciste llorar.
—Sólo quería platicar con ella nomás por pasar el rato. ¿Se han fijado
cómo tarda en llover? Allá en Amula ya debe haber llovido, ¿no?
—Sí, anteayer cayó un aguacero.
—No cabe duda de que aquel es un buen sitio. Llueve bien y se vive bien.
A fe que aquí ni las nubes se aparecen. ¿Todavía es Rogaciano el presidente
municipal?
—Sí, todavía.
—Buen hombre ese Rogaciano.
—No. Es un maldoso.
—Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentan de Edelmiro, todavía tiene
cerrada su botica?
—Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunque me está mal el decirlo;
pero era otro maldoso. Fue de los que le echaron infamias al Niño Anacleto. Lo
acusó de abusionero y de brujo y engañabobos. De todo eso anduvo hablando en
todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo castigó. Se murió de
rabia como los huitacoches.
—Esperemos en Dios que esté en el infierno.
—Y que no se cansen los diablos de echarle leña.
—Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso de su parte y mandó al
Santo Niño a la cárcel.
        Ahora eran ellas las que hablaban.
Las deje decir todo lo que quisieran. Mientras no se metieran conmigo, todo
iría bien. Pero de repente se les ocurrió preguntarme:
—¿Quieres ir con nosotras?
—¿A dónde?
—A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de volver al corral. Salirme por la puerta
que da al cerro y desaparecer. ¡Viejas infelices!
 —¿Y qué diantres Voy a hacer yo a
Amula?
—Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos. Hemos abierto, todos los
congregantes del Niño Anacleto, un novenario de rogaciones para pedir que nos
lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que sirvas de testimonio.
El señor cura nos encomendó le lleváramos a alguien que lo hubiera tratado de
cerca y conocido de tiempo atrás, antes que se hiciera famoso por sus milagros.
Y quién mejor que tú, que viviste a su lado y puedes señalar mejor que ninguno
las obras de misericordia que hizo. Por eso te necesitamos, para que nos
acompañes en esta campaña.
¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.
—No puedo ir —les dije —. No tengo quien me cuide la casa.
—Aquí se van a quedar dos muchachas para eso, lo hemos prevenido. Además
está tu mujer.
        —Ya no tengo mujer.
—¿La hija del Niño Anacleto?
—Ya se me fue. La corrí.
—Pero eso no puede ser. Lucas Lucatero. La pobrecita debe andar
sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo bonita. ¿Para dónde la
mandaste, Lucas? Nos conformamos con que siquiera la hayas metido en el
convento de las Arrepentidas.
—No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de que no está
con las Arrepentidas; le gustaban mucho la bulla y el relajo. Debe de andar por
esos rumbos, desfajando pantalones.
—No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos. A lo mejor está aquí,
encerrada en algún cuarto de esta casa rezando sus oraciones. Tú siempre fuiste
muy mentiroso y hasta levanta falsos.
 —Acuérdate, Lucas, de las pobres
hijas de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque la
gente les chiflaba la canción de “Las güilotas” cada vez que se asomaban a la
calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti,
Lucas Lucatero.
—Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.
—Te confiesas primero y todo queda arreglado. ¿Desde cuándo no te
confiesas?
—¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los
cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del
cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por
adelantado.
—Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo Niño, no te
vendríamos a buscar, no te pediríamos nada. Siempre has sido muy diablo, Lucas
Lucatero.
—Por algo fui ayudante de Anacleto Morones. Él sí que era el vivo
demonio.
—No blasfemes.
—Es que ustedes no lo conocieron.
—Lo conocimos como santo.
—Pero no como santero.
—¿Qué cosas dices, Lucas?
—Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía santos. En las ferias. En
la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el tambache. Por allí íbamos los
dos, uno detrás de otro, de pueblo en pueblo. El por delante y yo cargándole el
tambache con las novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual,
que pesaban cuando menos tres arrobas.
Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba arrodillado encima
de un hormiguero, enseñándome cómo mordiéndose la lengua no pican las hormigas.
Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la curiosidad
aquella. Preguntaron: “¿Cómo puedes estar encima del hormiguero sin que te
piquen las hormigas?” Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que
acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y era portador de una
astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado. Ellos lo levantaron de
allí en sus brazos. Lo llevaron en andas hasta Amula. Y allí fue el acabose; la
gente se postraba frente a él y le pedía milagros.
Ese fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca abierta, mirándolo
engatusar al montón de peregrinos que iban a verlo.
—Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo. ¿Quién eras tú antes de
conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo rico. Te dio lo que tienes. Y ni por
eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.
—Hasta eso, le agradezco que me haya matado el hambre, pero eso no quita
que él fuera el vivo diablo. Lo sigue siendo, en cualquier lugar donde esté.
—Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está, más que te
pese.
—Yo sabía que estaba en la cárcel.
—Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció sin dejar rastro.
Ahora está en el cielo en cuerpo y alma presentes. Y desde allá nos bendice.
Muchachas, ¡arrodíllense! Recemos el “Penitentes somos, Señor” para que el Santo
Niño interceda por nosotras.
Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada padrenuestro el
escapulario donde estaba bordado el retrato de Anacleto Morones.
Eran las tres de la tarde.
Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme unos tacos de
frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco mujeres.
—¿Qué se hicieron las otras? —les pregunté.
Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus bigotes, me
dijo:
—Se fueron. No quieren tener tratos contigo.
—Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quieren más agua de arrayán?
Una de ellas, la Filomena que se había estado callada todo el rato y que
por mal nombre le decían la Muerta, se culimpinó encima de una de
mis macetas y, metiéndose el dedo en la boca, echó fuera toda el agua de arrayán
que se había tragado, revuelta con pedazos de chicharrón y granos de
huamúchiles.
        —Yo no quiero ni tu agua de arrayán,
blasfemo. Nada quiero de ti.
Y puso sobre la silla el huevo que yo le había regalado:
—¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.
Ahora sólo quedaban cuatro.
—A mí también me dan ganas de vomitar —me dijo la Pancha—. Pero me las
aguanto. Te tenemos que llevar a Amula a como dé lugar. Eres el único que puede
dar fe de la santidad del Santo Niño. Él te ha de ablandar el alma. Ya hemos
puesto su imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por tu
culpa.
—Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.
—Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su santidad. En ti puso
él sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.
—Sí, pero me la dio ya perpetuada.
—Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero.
—Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando menos.
—Pero olía a santidad.
—Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la barriga a cuantos se
le paraban enfrente, sólo para que vieran que era de carne. Les enseñaba su
panza crecida, amoratada por la hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y ellos
se reían. Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto
Morones.
—Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a regalar un
escapulario para que eches fuera al demonio.
—... Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le dijo: “Yo me
arriesgo a ser el padre de tu hijo”. Y se fue con él.
—Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste regalada. Tú
fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la santidad.
—¡Monsergas!
—¿Qué dices?
—Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el hijo de Anacleto Morones.
—Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas. Siempre has sido un
invencionista.
—¿Sí? Y qué me dicen de las demás. Dejó sin vírgenes esta parte del
mundo, valido de que siempre estaba pidiendo que le velara sueño una doncella.
—Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el pecado. Quería
rodearse de inocencia para no manchar su alma.
—Eso creen ustedes porque no las llamó.
—A mí sí me llamó —dijo una a la que le decían Melquiades—. Yo le velé
su sueño.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en esa hora en que se
siente la llegada del frío. Y le di gracias por el calor de su cuerpo; pero
nada más.
—Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que se les quebraran
los guesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de cacahuate.
—Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los peores.
Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La
vieja más vieja de todas. Tenía lágrimas en los ojos y le temblaban las manos:
—Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad, volví a encontrar a mi
padre y a mi madre en él. Se pasó la noche acariciándome para que se me bajara
mi pena.
Y le escurrían las lágrimas.
—No tienes, pues, por qué llorar —le dije.
—Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola. Huérfana a esta
edad en que es tan difícil encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el
Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.
—Era un santo.
—Un bueno de bondad.
—Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.
—Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja loca. No tan
vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se fue. Yo mismo le abrí la
puerta.
—¡Hereje! Inventas puras herejías.
Ya para entonces quedaban solamente dos viejas. Las otras se habían ido
yendo una tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con la promesa de volver
con los exorcismos.
—No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso —dijo la hija de
Anastasio —. Eso sí que no me lo has de negar.
—Hacer hijos no es ningún milagro. Ese era su fuerte.
—A mi marido lo curó de la sífilis.
—No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio el peluquero?
La hija de Tacho es soltera, según yo sé.
—Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es
ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy señorita, pero soy soltera.
—A tus años haciendo eso, Micaela.
—Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de señorita. Soy mujer. Y una
nace para dar lo que le dan a una.
—Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.
—Sí, él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara lo hepático.
Y me junté‚ con alguien. Eso de tener cincuenta años y ser nueva es un pecado.
—Te lo dijo Anacleto Morones.
—Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que vayas con
nosotras y certifiques que él fue un santo.
—¿Y por qué no yo?
—Tú no has hecho ningún milagro. El curó a mi marido. A mí me consta.
¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?
—No, ni la conozco.
—Es algo así como la gangrena. Él se puso amoratado y con el cuerpo
lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía colorado como si
estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo
hacían brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó.
Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en las heridas y,
sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.
—Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo curaron con saliva cuando
era chiquito.
—Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.
—Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor que yo.
—Él te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves... Mejor no
quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?
—Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.
—Oye, Francisca, ora que se fueron todas, te vas a quedar a dormir
conmigo, ¿verdad?
—Ni lo mande Dios. ¿Qué pensara la gente? Yo lo que quiero es
convencerte.
—Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes. Ya estás
revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor.
—Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán mal.
—Qué piensen lo que quieran. Qué más da. De todos modos Pancha te
llamas.
—Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que amanezca. Y eso si me
prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la noche
ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?
—Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te
voy a traer las tijeras.
—Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis
defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.
—Bueno, como tú quieras.
Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y
a juntar otra vez las piedras que yo había desparramado por todo el corral,
arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.
Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se
había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel y vino aquí a reclamarme que
le devolviera sus propiedades.
Llegó diciendo:
—Vende todo y dame el dinero porque necesito hacer un viaje al Norte. Te
escribiré desde allá y volveremos a hacer negocio los dos juntos.
—¿Por qué no te llevas a tu hija? —le dije yo—. Eso es lo único que me sobra
de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas
mañas.
—Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi paradero. Allá
arreglaremos cuentas.
—Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para quedar de una vez
a mano.
—No estoy para estar jugando ahorita —me dijo—. Dame lo mío. ¿Cuánto
dinero tienes guardado?
—Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de Caín con la sin vergüenza
de tu hija. Date por bien pagado con que yo la mantenga.
Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse...
“¡Que descanses en paz, Anacleto Morones!”, dije cuando lo enterré, y a
cada vuelta que yo daba al río acarreando piedras para echárselas encima: No te
saldrás de aquí aunque uses de todas tus tretas.”
        Y ahora la Pancha me ayudaba a
ponerle otra vez el peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba
Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y
viniera de nueva cuenta a darme guerra. Con lo mañoso que era, no dudaba que
encontrara el modo de revivir y salirse de allí.
—Échale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón, no me gusta ver
pedregoso mi corral.
Después ella me dijo, ya de madrugada:
—Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién
sí era amoroso con una?
        —¿Quién?
—El Niño Anacleto. El sí que sabía hacer el amor.